
Miró a la doble línea de campesinos y escupió en el suelo. Pudo escupir saliva de verdad, lo cual, en una circunstancia así, como tú sabes, inglés, es muy raro, y dijo “¡Arriba España!, abajo la República y me cago en la leche que habéis mamado”. Entonces le golpearon hasta la muerte con rapidez por el insulto, pegándole en cuanto alcanzó el primer hombre, golpeándole mientras intentaba andar con la cabeza alta, golpeándole hasta que se cayó y masacrándole con ganchos y hoces y después muchos de los hombres lo arrastraron al despeñadero y lo lanzaron al vacío, quedando sus manos y sus ropas llenas de sangre […] …Entonces volví dentro de la habitación y me senté ahí y deseé no pensar en que ese era el peor día de mi vida hasta que llegó otro […] Tres días después, cuando los fascistas tomaron el pueblo.
Esto es un breve extracto del relato que Ernest Hemingway puso en los labios de la guerrillera republicana Pilar en Por quién doblan las campanas. Era, muy probablemente, una fiel reproducción del relato de algún otro guerrillero republicano de aquellos con los que el autor estadounidense convivió mientras cubría como reportero (¿y miliciano quizá?) la Guerra Civil española.
Una genial descripción novelada de los momentos previos a una guerra resultado inevitable de décadas y siglos de cosas mal hechas, de grandeza venida a menos, de deseos por poseer que quedaron en agujeros casi imposibles de tapar. Una guerra entre hermanos (carnales o políticos, gemelos o totalmente opuestos) que destruyó lo poco que quedaba por estas tierras, otrora epicentro de un imperio en el que no se ponía el sol (Y no, no me gusta mucho esta frase).
Una guerra a la que siguieron cuarenta años aborrecibles, cargados de opresión, de maltrato a la libertad, de lastrada reconstrucción, y que acabaron con una transición que puso las bases para los últimos 25 años de nuestra historia. Un cuarto de siglo que muy probablemente has sido el de mejor calidad de vida de este conjunto de tierras culturalmente diferenciadas que conforman (de momento) el territorio conocido bajo el nombre de España.
Yo no soy muy mayor, pero desde muy pequeño experimenté un sentir sorprendente para los foráneos pero obviamente normal para mí. Ser originario de las mencionadas tierras denominadas como España dentro de las mismas no era motivo de sentirse especialmente orgulloso, más bien todo lo contrario. Además, hacer gala de tu condición española acarreaba consecuencias cuanto menos perniciosas. Esto era debido, esencialmente, a la absurda sobre exaltación de la cultura y símbolos patrios durante el régimen. Así, aun años después de haber superado esa etapa, cualquier reminiscencia a tu alrededor que evocara esa condición te convertía automáticamente en un facha (fascista), un pepero, un pijo-facha, un paleto, una minoría a la que había que hostigar porque eso era objeto de vergüenza. Y no voy a engañar a nadie diciendo que yo en el fondo quería mostrar ese sentimiento de orgullo pero que no lo hacía por miedo a represalias. Yo, de hecho, estaba más bien en el lado de los “hostigadores”.
Así cuando llegaba un mundial –de fútbol- lo más guay (cool, chévere, padre) era ir con otro equipo, con Alemania, con Brasil, con Argentina… esos eran los buenos, lo que llegaban lejos. La selección Española caería en desgracia tarde o temprano, además a quien le importaba si solo había uno o dos del Atleti, entre dos y cuatro de Madrid y Barça, varios o ninguno del Athletic (nótese la semblanza en honor a Clemente e Iñaki Sáez), etc.… No merecía la pena. En el fondo se quería que la Selección hiciese algo grande, pero era impensable admitirlo, quedaba mejor criticar o salir del paso con la conveniente mofa al uso en aquel momento. Por ende, si eras un niño y querías ser alguien en el barrio tenías que comprarte la camiseta de los mencionados países (alguna exótica también era aceptable), nunca la de España, porque sino la masa caería sobre ti blandiendo los calificativos citados en el párrafo anterior.
Yo siempre tuve este sentir durante mi infancia y adolescencia. Sin embargo, esto empezó a cambiar en el 1999, cuando por primera vez seguí un torneo internacional de fútbol juvenil. Era el Mundial sub-20 de Nigeria y lo retransmitía La 2. Allí jugaron un grupo de chavales que acabaron acaparando tiempo y titulares en los medios nacionales, pues llegaron a ser, increíblemente, campeones del mundo. En aquella selección se encontraban Xavi, Casillas y Marchena. Curiosamente, Los dos primeros son hoy parte vital de la selección española Campeona del Mundo (joder, ¡qué bien suena!).
Además, en los años venideros las siguientes generaciones de jóvenes futbolistas españoles se hartarían a ganar títulos y amasar prestigio a nivel internacional (hace dos semanas, sin ir más lejos, la sub-19 quedó subcampeona del Europeo).
Sea como fuere esa inyección de optimismo quedó socavada al año siguiente con la Eurocopa del 2000, en la que nos fuimos a casa en octavos tras caer ante la selección que se proclamaría campeona, la Francia de Zidane. Los años posteriores volverían a estar cargados de sinsabores y decepciones, con el robo de Corea y Japón y la decepcionante Eurocopa del 2004. No obstante el Mundial de 2006 en Alemania abrió una puerta a la esperanza, con una primera fase muy buena, aunque en octavos una Francia geriátrica nos mandó para casa con la sensación de que parecía que se podía pero que al final no, no se pudo.
El toque de fondo y lo que vino después.
Los dos años siguientes pasó algo insólito. Tras las feroces críticas a Luis y varios varapalos en la fase de clasificación de la Eurocopa [véase el desastre de Belfast] pareció perderse la fe. Ya ni siquiera se criticaba a la selección; la gente dejamos, simplemente, de hablar del tema, de sentarnos a ver los partidos. Se consiguió la clasificación, pero nos dio exactamente igual.
Y así, cuando nadie lo esperaba, incluso cuando se dejó de ver los partidos solo para poder criticar después, llegó la Eurocopa del 2008, que daría para escribir un post o una colección de ellos. Para resumir, se podría decir que la Eurocopa de Austria-Suiza supuso un antes y un después. Por fin los cuartos de final dejaron de ser la barrera insalvable y en dicha ronda se derrotó a los campeones del mundo. Por fin España pareció ser esa selección favorita que todos esperaban. Por fin, el 28 de junio de 2008, la Selección Española ganó un gran título internacional y nos convertimos por primera vez (dejaremos en un segundo plano la “Eurocopa” del 64) en campeones.
Fue en este punto cuando el sentir popular comenzó a cambiar. Yo lo sentí preclaramente ese mismo verano cuando un buen día, caminando por la calle, escuché a dos niños que comentaban:
- “Y tú ¿De qué equipo eres?”
- “Yo soy ‘del España’; y después, del Barça”.
Jamás pensé que oiría algo así, jamás; me dejó sencillamente estupefacto.
Con la referencia de la Eurocopa y después de una brillante fase de clasificación se llegó al Mundial de Sudáfrica 2010, del que apenas comentaré algo, pues ya mucho se ha escrito y dicho sobre él. Somos los campeones del Mundo y yo, de verdad, sigo sin creérmelo, porque creo que es una de las cosas más maravillosas que he visto y veré durante el tiempo que esté con vida.
Y sí, sé que al fin y al cabo son solo veintidós tíos en calzoncillos corriendo detrás de un trozo de cuero, que ganan millones de euros y no los merecen, que el fútbol es un elemento que aborrega a las masas propio de la España más caní. Sea como fuere, esos veintitrés “tíos” han cambiado la historia de este país. Mis allegados me contaban que los días previos a la final los balcones estaban jalonados con banderas de España, que los niños jugaban al fútbol en el parque vistiendo una camiseta de España (sí, no con la de Brasil, Alemania o Argentina) y que la gente estaba nerviosa porque el domingo todos nos jugábamos algo.
Con la victoria final se desterró el complejo de inferioridad, el pensar que lo de fuera siempre es mejor. Tras el pitido del árbitro (que por cierto, ¡vaya árbitro!) millones de personas por todo el país se echaron a la calle a celebrar, a abrazarse los unos a los otros y a aparcar por unas horas la jodida crisis que sí, que no se va a solucionar porque se haya ganado el mundial.
Y yo, a miles de kilómetros, no pude evitar sentirme extrañamente complacido mientras un fluido salino se abigarraba en mis lagrimales, ansioso por recorrerme ambos lados de la cara. Después de tanta tensión estaba tranquilo y muy, muy, muy contento, con una sensación de gozo que todavía hoy me brota cada vez que pienso en el momento.
Ese domingo, hace hoy un mes y cinco días, me costó conciliar el sueño. Cuando empecé a bosquejar este post en mi cabeza eran casi las dos de la mañana y no me quería acostar. Releía compulsivamente periódicos online en español y en inglés, me atrevía con el francés y hasta con el portugués o el italiano. Veía una y otra vez a esos setenta y pico kilos de carne y hueso de Fuentealbilla, encerrados en su envoltorio cutáneo casi transparente, controlando el balón y pegándole con el alma al fondo de la red. Y no quería que el día se acabase, joder, no quería. Finalmente apagué el ordenador y me fui a la cama, diciéndome a mí mismo que no me preocupara. Quedaban cuatro años para disfrutarlo, para defenderlo, para criticarlo si se quiere. Y solo había y hay un inconveniente: mi camiseta oficial había dejado de ser oficial, pues ahora le faltaba una estrella dorada coronando el escudo.
PD: He obviado utilizar el controvertido y agotado concepto de Nación tan usado actualmente por exaltados líderes regionales; para mí es tan solo una idea obsoleta que a día de queda retratada como un concepto histórico que estuvo en boga hace un par siglos para apoyar determinados intereses del poder imperante en aquellos momentos y que carece de sentido en la actualidad. Aunque cada uno que haga lo que quiera, ¡faltaría mas!