Solo, esperando la tormenta, listo para salir. Era media tarde y decidí que era buen momento para ir a correr un rato y así depurarme por fuera y por dentro, en el sentido más literal del concepto. Me aguardaba un cielo encapotado, muy gris y lúgubre que comenzaba a derramar agua de lluvia en esta ciudad que nunca será mía o que quizá ya lo es. Me sentía ansioso. Para la carrera elegí un camino diferente al habitual, esperando ver una parte diferente de lo que me rodea, como si de repente esa necesidad de explorar tan personal hubiese decidido que era un buen momento conocer las inmediaciones del barrio.

Un repecho escarpado, una calle, otra, otra más, un instituto haciendo las veces potencial refugio, todo lejos, todo cerca, todo tras mi espalda en cuestión de segundos. El pulso no se me aceleró como debía, la lluvia apaciguaba mis órganos y la música mantenía mi mente ocupada y concentrada al mismo tiempo. En ese momento avisté frente a mí un pedazo de naturaleza; sin un instante para pensar, mis ojos se clavaron en el sendero que lo atravesaba y mis piernas los siguieron. Mientras tanto mi cabeza rebosaba pensamientos, nostalgia, cariño intensidad y ansia por correr por encima de todo.
Desconocía la zona en la que estaba, fuera de mi territorio habitual, lejos, ignota, interesante, emocionante en definitiva. El trazado de asfalto se volvía agreste mientras lo superaba, con árboles, arbustos y maleza inundando ambos lados del mismo, estrechándolo y devolviéndolo después a su tamaño previo de forma caprichosa. A partir de cierto tramo comenzó a ir cuesta abajo, luego a la derecha a la par que continuaba descendiendo y, llegado el momento, se transformó en peldaños que me llevaron a la ribera del río, así como frente a un enorme arco que soportaba un puente en el que los coches cruzaban presurosos. Era un lugar extraordinario en el que convivían en relativa armonía naturaleza y asfalto, algo que sucede en esta urbe de forma habitual y única. En ese momento, a la vez que mi reproductor de música dejaba de sonar tras acabar el disco que escuchaba, les vi, bajo el arco, en un desolado tozo de terreno inesperado en aquella bruma boscosa. Eran tres pero dos de ellos ni tuvieron ni tendrán jamás cara, al menos para mí. Miré al frente y uno de ellos clavo la mirada en mí a la par que yo hacía lo propio. El ritmo de carrera que traía se desvaneció y mis ojos, abiertos de par en par, escrutaron la escena capturando el momento en fracciones de segundo. El hombre de la mirada procedía a compartir una jeringuilla con uno de los dos, con la goma polvorienta que le estrangulaba las venas aun atada mientras un tenue hilo de apagado color gules le recorría el antebrazo. Llevaba una camiseta de los Knicks raída, el pelo enmarañado y una barba desaliñaba que le cercaba los labios con saliva reseca acumulada en las comisuras. Él me sonrío y yo, en la solitud y brusquedad de ese retrato del que estaba formando parte, le devolví la sonrisa, inconscientemente, sintiendo que compartía de alguna forma su placer fatuo y pensado que quizá yo podría ser él. Por un momento sentí que veía a través de sus ojos. Fue solo una ilusión, nunca podré experimentar lo que ese hombre ha vivido, pensé yo, pero era innegable que me sentía de esa forma.
Sin más yo continué mi camino y ellos prosiguieron con su asunto, aunque la carrera ya no fue la misma. Aun sentía la necesidad de correr pero mi cabeza seguí bajo aquel arco. La música volvió a sonar y me llevó en volandas por el sendero, subiendo peldaños de dos en dos hasta encontrar la calle en la que esa senda se disolvía. Entonces la lluvia comenzó a caer con más fuerza y el viento a soplar enérgico. No importaba. Crucé una tras otra todas las avenidas de la isla hasta llegar al otro extremo para después volverme por donde había venido y continuar mi camino por una de las avenidas que había atravesado minutos antes. La intensa lluvia perlaba cada centímetro de mi cuerpo y la sensación era pura fruición. Sin embargo llegado un punto el calor húmedo del ambiente y mi sudor se aliaron hasta convertirse en una palmaria molestia y entonces, sopesando la carencia de transeúntes, me liberé del yugo del chubasquero y la camiseta que llevaba puestos, corriendo así los últimos minutos. Rápido, con intensidad, con el torso desnudo sintiendo la lluvia en la piel y pensando, estúpidamente, que aquel hombre bajo aquel puente estaba en ese momento sintiendo de alguna forma lo mismo que yo sentía.